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La vocación del ser humano es el llamado a la vida y la vida eterna, para siempre, plena. Pero esa vida eterna se construye desde ahora, en la tierra.

La vida plena se realiza solamente en la dimensión fundamental de la relacionalidad. Esto será la vida eterna, volver a la relación plena, preternatural, con Dios. Pero esta vida eterna empieza en el encuentro y contacto con el otro, que implica salir de uno mismo y al mismo tiempo estar dispuesto a recibir al otro. En el encuentro con el otro es «que se refleja el amor divino», dice Amoris Laetitia.

En el Evangelio de este Domingo II de Cuaresma, Mt 17, 1-9, en la Transfiguración, esta relacionalidad se muestra en la teofanía, en la manifestación del Tabor. El Hijo con el Padre y con el Espíritu Santo se muestra la familia divina. Allí, en el Tabor, es donde resplandece la gloria, gloria a la que estamos llamados a participar:

  • Vida Eterna: Relación con Dios
  • Vida en relación con el prójimo, comunión
  • Vida de familia

Descubrimos que Cristo quiere involucrarnos en el designio divino, a participar en esa vida de Comunión, a ser Transfiguración. Y es precisamente en la familia donde vivimos más en comunión. Así la familia se convierte en el nuevo Tabor.

A pesar de esto, el hombre de hoy parece extraviado, rendido ante la «dictadura del relativismo». El hombre no encuentra el resplandor de la Transfiguración, no encuentra la gloria. No escucha la voz del Señor.

Víctima del egoísmo propio de la cultura del descarte, lucha por salir de sí mismo y conseguir un genuino encuentro con el otro.

¿Cómo romper con esto?
Abraham nos enseña a salir de nosotros mismos, de nuestra casa y nuestra tierra para establecer una relación nueva, la relación con el Dios verdadero (Gn 12, 1-4a).
San Pablo advierte a Timoteo que la tarea de entrar en comunión en nombre de Dios implica sufrimiento pero al ser voluntad divina es Dios mismo quien lo sostendrá (2 Tm 1, 8b-10).

Aguardemos en el Señor, ánimo, mantengamos la fe, la batalla contra el mundo parece perdida pero no lo es, es Dios quien nos transfigurará y nos hará bendición para los demás.

Las familias cristianas tenemos la misión de ser transfiguración para este mundo, de ser resplandor, de ser Tabor, de ser puente.

Así como Jesucristo conversaba con Moisés y Elías, los testigos de la antigua alianza, así también se ha hecho acompañar por Pedro, Santiago y Juan, quienes serán testigos de la Nueva Alianza. Jesús es quien invita a este encuentro y quien a la vez es puente entre lo antiguo y lo futuro.

«Esta es la misión de cada familia hoy en día, nuestras sociedades a menudo borran el pasado y levantan barreras, que aíslan a los mayores de los jóvenes, por lo que las familias hoy, deben ser un puente, entre generaciones y entre las diferentes épocas»

«Cada familia preserva en su seno las tradiciones, que transmite de una generación a otra, tanto culturales, como religiosas; lo que reciben de los padres y de los abuelos; y al mismo tiempo las familias se abren al futuro, a través de la energía y de los sueños de sus hijos. Las familias abrazan en sí mismas, el pasado, el presente, y el futuro, que complementa y enriquece a unos y a otros, en un ambiente de armonía y aceptación recíproca, donde no hay ninguna separación, donde no hay ruptura»

Conclusiones

  • El hombre tiene la vocación a la vida eterna, plena, pero esta vida eterna se construye desde ahora, en la tierra.
    La vida plena se realiza solamente en la dimensión fundamental de la relacionalidad.
  • La Transfiguración del Señor nos muestra esta dimensión relacional entre Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, pero también entre la Antigua Alianza y la Nueva Alianza.
  • La familia también es transfiguración en la medida que también es relación y aceptación del otro.
  • La familia es, además, puente entre generaciones y entre las diferentes épocas. La familia preserva en su seno las tradiciones, que transmite de una generación a otra, tanto culturales, como religiosas