Guía de Cuidado para Adultos Mayores

La vida de san Pablo puede iluminarnos acerca de nuestros pastores ancianos, miembros de la familia que es la Iglesia. En la Segunda Carta a Timoteo contemplamos a Pablo anciano que ha sufrido un progresivo abandono de las comunidades que evangelizó y de su círculo de discípulos, tal vez por su edad, su enfermedad o su condición de preso en Roma. Hacia el final de de la carta, en el capítulo 4, no esconde su cansancio, da la impresión de haber sufrido suficiente y experimentar la soledad.

«Ven a verme lo más pronto posible, porque Dimas me ha abandonado por amor a este mundo y se fue a Tesalónica, Crescente emprendió viaje a Galacia, y Tito, a Dalmacia. Solamente Lucas se ha quedado conmigo. Trae contigo a Marcos, porque me prestará buenos servicios. […] Alejandro, el herrero, me ha hecho mucho daño: el Señor le pagará conforme a sus obras. Ten cuidado de él, porque se ha opuesto encarnizadamente a nuestra enseñanza. Cuando hice mi primera defensa, nadie me acompañó, sino que todos me abandonaron. ¡Ojalá que no les sea tenido en cuenta!» –2 Tim 4,9-11.14-16.

«Es un Pablo diferente del que estamos acostumbrados a escuchar; está cansado también físicamente, postrado en su cautividad. […] Ya no es el entusiasta de la carta a los Gálatas, de la Cartas a los Romanos, con las grandes síntesis teológicas. Es un hombre que lucha contra las dificultades cotidianas en la soledad y que deja ver también cierto pesimismo».

Pablo anciano ya no está en posesión completa de sus fuerzas, de su optimismo, de su entusiasmo. Es un hombre que se enfrenta a la fatiga propia de los años de obligaciones acumuladas.

Muchos de nuestros pastores ancianos, al igual que Pablo, vivieron años intensos de formación, discernimiento constante, trabajos pastorales, incesante celebración de los sacramentos para santificar a la familia eclesial. Ellos cargaron a sus espaldas la fe de comunidades, pueblos o incluso ciudades. Formaron en la fe a hombres y mujeres mediante su predicción y su ejemplo. Ellos han pasado por nuestra la vida derramando la gracia de Cristo, colmándonos con sus bendiciones, hasta que la soledad y el cansancio llegó por haberse entregado plenamente a Cristo. Exhaustos y enfermos poco queda de esa luz que fueron para la Iglesia y ahora solo queda una llama titilante de su entrega sacerdotal.

Al hablar de nuestros ancianos en general no podemos dejar de hablar de los sacerdotes de la tercera edad que aceptan y viven su vocación humildemente en al soledad de la casa sacerdotal, o en su casa particular o en alguna capilla donde están viviendo sus últimos años.

En múltiples ocasiones la Iglesia ha tenido la oportunidad de agradecer a los sacerdotes ancianos su entrega ministerial: «¡Gracias por vuestro ejemplo de amor, de entrega y de fidelidad a la vocación recibida!» –San Juan Pablo II.

Pero también ellos nos piden: «En la vejez no me abandones».

Porque no basta con la admiración y agradecimiento por los años entregados a la familia de la Iglesia. La pensión que la Iglesia ofrece –en el mejor de los casos– a nuestros hermanos sacerdotes ancianos no exime a todos los miembros del Cuerpo de Cristo a procurar el acompañamiento y los cuidados dignos que los sacerdotes merecen.